El valle del Júcar es una
excelente vía de comunicación entre tierras levantinas y mesetarias. Esta
permeabilidad geográfica ha sido causa, desde siempre, de un continuo
trasvase de mutuas influencias culturales, políticas y económicas. Pero,
también por ser zona de contactos, las vicisitudes derivadas de nuestra
conflictiva historia nacional, las han llevado frecuentemente a situaciones
políticas y bélicas antagónicas.
Para la defensa de los
limites entre ambas tierras ribereñas, fue necesario sembrar todo el cauce
del río de un rosario de núcleos fortificados, entre los que tenemos que des
tacar forzosamente las villas de Ves, Alcalá del Júcar, Carcelén, y las
fortalezas, hoy prácticamente irreconocibles, de Cubas y Garadén, situadas
al nordeste de la actual provincia de Albacete y fronterizas con el antiguo
reino de Valencia.
Precisamente fue por esta
tierra albacetense por donde se iniciaría la reconquista cristiana (1211),
de la mano del rey castellano Alfonso VIII.
Perdidas de nuevo por los cristianos en maños musulmanas, un año después
tuvo que volver el monarca sobre sus pasos para recuperarlas, hecho que nos
describe la crónica con las siguientes palabras:
“…fue el
Rey Don Alonso con gientes de Madrit, e de Guadalaxara, e de Huepte, e de
Cuenca, e de Uclés, e con los ricos-hombres, e prisieron a Jorquera, e a las
cuevas (Garadén o Cubas), e Alcalá e otros castiellos...”
Definitivamente
reconquistadas, estas tierras fueron agregadas a la circunscripción de
Cuenca y puestas en posesión de varios caballeros.
El domingo 30 de mayo de
1266, por un privilegio de Alfonso X, dado en Sevilla, se configura
territorialmente el concejo de Jorquera, amplia demarcación a la que se
agregaron como aldeas algunas plazas amuralladas como Ves, Alcalá del Río,
Carcelén, y otros núcleos habitados en las planicies, de los que sólo
conocemos sus nombres, y en la actualidad ilocalizables, ya que pronto se
despoblaron.
Toda esta dilatada comarca
nororiental, hoy albacetense, pasó a integrarse dentro del gran conjunto
territorial de los Manuel, que fue el Señorío de Villena.
Siendo titular del Señorío
Don Juan Manuel, por su albalá de 23 de mayo de 1309, dada en Villar de
Cantos (Cuenca), concedió a Jorquera los mismos privilegios que gozaba
Chinchilla, con el ánimo de favorecer su repoblación. Juan II los
confirmaría en San Martín de Valdeiglesias el 2 de octubre de 1420, y
sucesivamente lo harían los Reyes Católicos (11-12-1496), Felipe II
(5-5-1570) y otros monarcas.
Conforme se produjo la
repoblación de Jorquera, algunos de sus "barrios" llegaron a tener la
suficiente entidad económica y demográfica como para que sus vecindarios
consiguieran independizarse de la capital jurisdiccional. En los años que
siguieron, la villa vería apartarse de ella algunas de las aldeas que se
habían alimentado de su seno. En cierto modo, la tierra de Jorquera será la
historia de un despojo, cuyos primeros efectos se dejaron sentir a lo largo
de la segunda mitad del siglo XIII y durante todo el siguiente.
La primera población en
separarse fue Ves, al serle concedido el privilegio de villazgo en 1272 por
Alfonso X. Su vecina Alcalá del Júcar lo consiguió en 1364, año en que se
apartó de su jurisdicción, mientras que Carcelén, en 1398, pasó a integrarse
definitivamente en un señorío aparte.
A pesar de todos estos
cambios jurisdiccionales internos, exclusivos de estas villas, todas ellas (Carcelén
aparte) continuaron integradas en la amplia demarcación que conformaba el
Señorío de Villena, donde, a grandes rasgos, sus destinos corrieron la
suerte común del resto de los pueblos que lo configuraban.
Tras este primer proceso de
desmembración, la tierra de Jorquera entrará en el siglo XV con un área
geográfica considerablemente menor a la que tuvo en su primera
configuración, pero muy semejante ya a la que tendrá durante los cuatro
siglos siguientes.
En los años centrales del
siglo XV, el ambicioso Juan Pacheco, dueño de la voluntad de Juan II, logró
ser reconocido como Marqués de Villena, y con ello adueñarse de las tierras
del Marquesado.
De esta forma, las villas de Jorquera, Ves y Alcalá del Júcar, pasaron a
integrarse en el mayorazgo de la familia Pacheco. La toma de postura de su
hijo Don Diego López Pacheco, por la causa de La Beltraneja contra los Reyes
Católicos, trajo para el noble su total y definitivo derrumbamiento. La
guerra del Marquesado entre el poderoso feudal y los cató1icos monarcas, fue
desastrosa para el primero, pues le condujo a perder su influencia política,
y la gran mayoría de sus posesiones, que pasaron a poder de la Corona. De
esta forma, el Marquesado de Villena, la mayor jurisdicción de Castilla,
paso definitivamente a ser propiedad real.
No obstante, Don Diego pudo
conservar en su patrimonio algunas villas, entre las que se encontraban las
poblaciones albacetenses de Jorquera y Alcalá del Júcar, que se vieron
apartadas para siempre del resto de la gran provincia del Marquesado.
La arriscada Jorquera era
en estos años una villa con una población muy concentrada entre sus
murallas. El resto de su territorio que se abría entre ambas márgenes del
Júcar, estaba prácticamente despoblado. Apenas se levantaban en sus llanuras
algunas casas hortelanas (tal vez de origen islámico) situadas en las
cercanías de unos pocos regueros de agua que manaban en las inmediaciones de
Abengibre, Fuentealbilla (por entonces, junto con Mahora, el núcleo más
poblado), Casas Ibáñez y Villamalea, que fueron los embriones originales en
torno a los que se irán desarrollando y formando los actuales municipios
situados en nuestro nordeste provincial.
Alcalá del Júcar, a pesar
de tener derecho a nombrarse un gobierno municipal propio e independiente,
en los años sucesivos continuó sujeta a las decisiones del corregidor de
Jorquera, cargo que nombraba anualmente el titular del Señorío. Los
vecindarios de ambas poblaciones eran comunes a las dos, y podían trasladar
su residencia de la una a la otra a voluntad.
Las circunstancias
históricas por las que atravesaba España en los últimos años del siglo XV y
principios del siguiente, van a favorecer que las tierras de labor alcancen
un valor considerable. Las necesidades de cereales y otros alimentos
indispensables para el mantenimiento de los ejércitos destacados en Europa y
colonias americanas, traerán consigo una mayor demanda de suelo de cultivo.
Por toda la geografía hispana se despertó un hambre desmedida por las
tierras laborables, y fueron roturadas extensas áreas, que, hasta entonces,
habían estado dedicadas a explotación ganadera. Las tierras de propios,
comunales y baldíos de muchas villas y ciudades, fueron contempladas con
codicia por la interesada atención de los nobles, señores y altos jerarcas
de la Iglesia.
El comportamiento de Don
Diego López Pacheco, señor jurisdiccional del término de Jorquera, que por
razón de su calidad de ser tierra de señorío se vino en llamar en lo
sucesivo Estado de Jorquera, no se apartó de la tónica general de la
aristocracia de la época. Tras el descalabro sufrido a mano de los Reyes
Católicos, se propuso aumentar los beneficios de su mayorazgo, lo que pasaba
por hacerse con la posesión de las casi desiertas tierras situadas entre el
Cabriel y el Júcar.
Para hacer bueno su empeño,
se valió de la complicidad de los corregidores, que él mismo nombraba para
el gobierno de su Estado, y de la de algunas de las familias más influyentes
en el aparato municipal. Conjugando hábilmente estos elementos, consiguió
hacerse con algunas de las dehesas de los propios de Jorquera,
a cambio de renunciar a la percepción de alcábalas y otros impuestos que los
católicos monarcas le habían respetado. Bajo este sutil recurso en el que
implicó al concejo de Jorquera, tratando de darle visos de legalidad “quel
conzejo desta villa havia dejado dichas deesas y propios a Su Señoria... en
troque y permuta de las alcavalas...”, el Marqués de Villena se hizo con
una buena porción de las tierras concejiles de la villa.
A pesar de que desde los
últimos años del siglo XV en las llanuras del Estado de Jorquera situadas
entre el Cabriel y el Júcar, ya se habían iniciado tímidos intentos de
colonización por familias de labradores procedentes de Alcalá y Jorquera,
que acudían a ellas en busca de tierras más apropiadas para una rica
agricultura cerealistica, fue una vez privatizadas y en poder del noble,
cuando éste intensificó su repoblamiento. Pretendía con ello darles una
ocupación más lucrativa para sus áreas que las propias de economía natural y
ganadera, que habían tenido hasta entonces.
Para conseguir sus
propósitos, fue instalando familias de colonos en los terrenos recién
adquiridos, repartiéndoles parcelas a cambio de cobrarles determinadas
rentas. Las tres cuartas partes de la superficie de las dehesas las cedió a
los labradores con destino al laboreo, mientras la cuarta parte restante la
dejó como pastizales que arrendaba anualmente en su provecho a los ganaderos
de la comarca, o a los que cruzaban con sus ganados a las provincias de
Valencia, Murcia, norte de Andalucía, e inmediaciones de la sierra
conquense.
Solamente se ha conservado
un ejemplo del que parece ser el modelo de pacto suscrito entre el titular
de la Casa de Villena y algunas familias campesinas establecidas en las
llanuras de Jorquera. Nos estamos refiriendo al convenio firmado en 1516,
entre algunos labradores, afincados en los aledaños de Villamalea, y Don
Diego López Pacheco, por el que el noble se comprometía a hacerles un
edificio para celebrar concejo, levantar una iglesia parroquial, darles
ordenanzas para el gobierno municipal y dotarlos de otros servicios
necesarios para consolidar una comunidad estable y organizada.
A cambio de lo dicho, los vecinos de San Juan de Villamalea estaban
obligados a ingresar en el patrimonio nobiliario:
“...ayan de pagar e paguen los susodichos terradgueros que el dicho lugar
se vinieren a viuir para siempre jamas de terradgo, de todo el pan y otras
cosas que cogieren e obierenen los dichos terminos de Xorquera, doze fanegas
una, e de doze cosas una...”.
La idea de que éste fuese
el mecanismo repoblador de la Casa de Villena, del que parece derivarse el
origen de algunos pueblos de la comarca, también nos la confirma un
visitador apostólico de la Diócesis de Cartagena, quien, en 1803, después de
consultar los archivos municipales de los pueblos del Estado de Jorquera,
emitió un informe al Obispado de Cartagena (a cuya obediencia estaban
sujetas las parroquias de estos lugares) en el que manifestaba que el
nacimiento de algunos lugares como Mahora, Las Navas, Cenizate, y San Juan
de Villamalea se debía a estos acuerdos pactados entre los colonos y el
marques.
De este proceso
privatizador de los propios municipales, comprados también por varias
familias hacendadas de Alcalá del Júcar, Jorquera y otras villas
circunvecinas, parece ser el origen de algunos de los actuales municipios
que, aun hoy día, conservan en sus nombres (Casas Ibáñez, Casas de Juan
Núñez, Casas de Juan Gil, Casas de Valiente, Pozo Lorente, Casas de
Mariminguez, etc.) los patronímicos de sus primeros propietarios, cuando
todavía eran pequeñas casas de labor levantadas en sus mayorazgos por las
familias propietarias.
Durante la primera mitad
del siglo XVI, continuó el trasvase de familias, que fueron subiendo desde
las villas de Jorquera y Alcalá del Júcar a las llanuras de la demarcación
en busca de tierras más apropiadas para sustituir la casi milenaria
actividad ganadera de la zona, por una más rica y floreciente economía
cerealística. Al menos así parece desprenderse del informe que nos
suministran las Relaciones topográficas de la villa de Alcalá del Júcar
(1-3-1579).
“Al segundo capitulo dixeron que la dicha villa de Alcalá del Rio Xucar
tiene de presente noventa vecinos y que en otros tiempos tuvo mas de
doscientos vecinos y la causa de disminuir a sido que es la tierra esteril y
agraz y todos los labradores se han salido a vivir en las aldeas en tierras
y partes donde viven a menos trabajo y mas probecho y que ansi esta villa de
Alcalá tiene en el termino de la villa de Xorquera... trescientos vecinos
poco más o menos lo cuales viven en el lugar de Hontalvilla, dos leguas
desta villa parte dellos, y parte dellos en el lugar de Alborea, todos a dos
leguas desta villa y en otros caserios pequeños como Serradiel y Casas de
Mariminguez y La Toz y el Poço de Don Llorens...”.
Poco nos dicen al respecto
las Relaciones de Jorquera, pero es de destacar que para la villa, el
traslado del vecindario a sus lugares de la llanura no suponía una perdida
demográfica ya que todo el término era un suelo común e indivisible, y
cualquier residente dentro de su contorno territorial, lo era también de la
villa, a la que tenía que pagar una cuota por vecindad jurada.
De todas formas, fue muy
rápido el florecimiento de estos pueblos. Villamalea, por ejemplo (de toda
la jurisdicción, es el único archivo municipal donde han quedado algunas
fuentes documentales de estos años que abrían el siglo XVI), muy pronto tuvo
suficiente tensión social para enfrentarse a la casa nobiliaria y acudir al
amparo real para denunciar el pacto firmado entre los primeros pobladores y
el Marques de Villena por considerar que el segundo no tenia derecho a
cobrar impuestos sobre sus tierras. La sentencia del tribunal dio la razón
al vecindario del lugar; destacó el comportamiento abusivo del noble al
apropiarse indebidamente de las tierras por no “haber habido autoridad de
Príncipe” y las devolvió a sus dueños libres de cargas e impuestos. No
obstante, los Marqueses de Villena siguieron conservando en su patrimonio el
cuarto de cada dehesa que, como dijimos, se reservaban para arrendar a los
ganaderos. Estas tierras las mantendría la casa de Villena hasta el siglo
XIX, que las perdieron como consecuencia de las corrientes desamortizadoras
de la época.
Con estas breves pinceladas
hemos querido prestar nuestra atención al nacimiento y desarrollo de estos
pueblos albacetenses situados a la izquierda del Júcar, que fueron el
resultado de la dinámica económica de la primera mitad de la centuria
dieciséis. Los otros pueblos de la margen derecha, aquellos a los que se
acostumbraba a llamar como “los de la otra parte de río” (Casas de
Juan Núñez, Valdeganga, Casas de Valiente, Pozo Lorente, etc.) seguirán
siendo pequeñas casas de labor, abandonadas la mayor parte del año, ocupadas
temporalmente por sus dueños, residentes habituales en Jorquera, durante las
épocas de cosecha. Su desarrollo no llegara hasta producirse la expansión
demográfica del siglo.
No era precisamente
halagüeña la situación del vecindario que poblaba los lugares del Estado de
Jorquera durante las ultimas décadas del siglo XVI, años que parecieron
darle la razón al viejo refrán castellano que aconsejaba: “en tierras de
señorío no levantes tu nido”. Por varios documentos extraídos del
archivo de Villamalea sabemos que los abusos cometidos por los mayordomos de
rentas de la Casa de Villena extendieron el descontento por todo el término.
Si ya eran excesivos los impuestos reales, la situación se hacía
insostenible en Jorquera al tener sus pobladores que hacer frente, también,
a los numerosos tributos nobiliarios, añadidos e interpuestos a los
anteriores.
Esta situación se reflejó
durante los primeros años del siglo siguiente en una intensa emigración de
familias de labradores hacia tierras valencianas, que dejó la jurisdicción
de Jorquera prácticamente despoblada. Iban en busca de las tierras que
habían dejado los moriscos tras su expulsión:
“Se an ido muncha cantidad de ellos (vecinos) a bibir al rreino de
ualenzia a los lugares que dexarón los moriscos quando la espulsión...”.
Durante las tres décadas
siguientes continuó acentuándose la crisis demográfica sobre la comarca. A
la emigración aludida vinieron a sumarse las calamidades y enfermedades
propias de la centuria, especialmente la epidemia de peste, la gran asesina
del siglo.
A pesar del cinturón
sanitario que se formo en torno a la Mancha para protegerla del contagio,
poco tiempo después de presentarse la enfermedad en Valencia, aparecieron
los primeros brotes en el Estado de Jorquera. Era muy difícil controlar a
los muchos trajineros y arrieros que vivían en los lugares de Jorquera, vía
inevitable de transmisión del mal.
Los pueblos de la comarca
ofrecían un aspecto lastimoso, dónde lo primero que se evidenciaba era la
despoblación. La misma Corona tuvo que intervenir para conceder a los
vecinos determinadas ayudas económicas con el fin de poder hacer frente a la
pobreza:
“...Originada de los años tan esteriles de cosechas y... de que el año de
seisçientos y quarenta y seis que pedeçisteis el contajio...”.
Tanta era la penuria de
estos pueblos que, cuando Felipe IV, agobiado por las guerras de su reinado
recurrió a vender los derechos del nombramiento de alcaldes y cargos de
ayuntamiento de villas y ciudades, los lugares del Estado de Jorquera, que
durante tanto tiempo habían pretendido lograr su autogobierno, aunque
intentaron por todos los medios posibles allegar fondos destinados a comprar
dicha facultad, no consiguieron consumar su vieja aspiración.
En cambio, si compraría
este privilegio la casa nobiliaria (1636, menos para Mahora, Cenizate y, tal
vez, Villamalea), por la suma de doce mil ducados, pagaderos en cuatro
anualidades.
Los cargos de ayuntamiento
que correspondía nombrar a los titulares de la Casa de Villena, según su
voluntad y sin consulta previa a los concejos, eran entre otros: dos
alcaldes ordinarios para todo el término (uno para el estado noble y otro
para el general), dos regidores, dos alguaciles mayores, dos alcaldes de la
Santa Hermandad, mayordomo de propios y del pósito y otros cargos menores.
Nombraba alcaldes pedáneos para los lugares de la jurisdicción, que tenían
muy pocas competencias sobre los gobiernos de sus municipios. Así mismo,
acumulaba el derecho a nombrar los titulares de las 14 escribanías de toda
la comarca, cargos que arrendaba anualmente. En este orden de cosas, desde
el mismo momento en que los Reyes Católicos respetaron a los Pacheco la
posesión de la tierra de Jorquera, también les concedieron la potestad de
nombrar corregidores, cargo que solía nombrar a voluntad, generalmente entre
profesionales del Derecho. Dichos "funcionarios" al servicio de su señor
estaban encargados de supervisar y controlar la gestión municipal, así como
impartir justicia "en grado de apelación", lo que les facultaba para
entender sobre las causas recurridas, que habían sido sentenciadas por los
alcaldes de la villa.
Si a estos derechos
jurisdiccionales de la casa nobiliaria, añadimos sus facultades para
intervenir en la elaboración de las Ordenanzas municipales por las que se
regia el gobierno municipal del Estado de Jorquera, ordenamiento que,
además, podía modificar antes de llegar a ser sancionadas por la Corona,
podemos advertir que los poderes de los señores eran casi absolutos,
solamente molestados por la autoridad real.
A partir de las últimas
décadas del siglo XVII hay múltiples indicadores que señalan que la
situación de la comarca empezó a normalizarse y a salir del estancamiento en
que había permanecido en el transcurso de la centuria. En las actas
municipales de estos años se observa una incontenible ansia roturadora que
nos confirma que se esta produciendo un fuerte tirón demográfico. Es de
destacar que, una mayor demanda de alimentos para la población en una zona
como esta, con unos sistemas de cultivo muy rudimentarios, pasaba
inevitablemente por multiplicar la superficie cultivable. Todo este impulso,
brutalmente frenado por la guerra de Sucesión, ya que el titular de la Casa
puso a los hombres y bienes de la comarca a disposición de la causa de
Felipe V, continuaría al cesar las hostilidades. Dónde mejor se evidencia
esta prosperidad es en el afán constructivo que se extendió por todas las
feligresías de la demarcación, cuyo conjunto formaba el Arciprestazgo de
Jorquera, de cuya cabecera eran sufragáneas.
Las primitivas iglesias
parroquiales nacidas para el cobijo espiritual de las familias de colonos
que poblaron los lugares de Jorquera, durante la primera mitad del siglo
XVIII resultaban ya poco capaces para albergar a los nuevos vecindarios. Sin
embargo, el vampirismo económico al que sometía la iglesia de Jorquera a las
de sus lugares, apenas les permitía hacer reformas.
Pero, un nuevo talante en
la Diócesis de Cartagena, cambio el rumbo de la administración eclesiástica
del Arciprestazgo. Don Luis Belluga, titular del Obispado, hombre de una
personalidad muy controvertida, durante los años de su gobierno, se alzó en
paladín de la causa de estos pequeños pueblos. No sin esfuerzo consiguió
desmembrar el Arciprestazgo (1721) y dotar económicamente a cada una de sus
pilas. Así mismo potenció y creó en toda la comarca un sinnúmero de
montepíos y otros servicios de protección social para el socorro de las
familias más humildes. La nueva situación permitió a las parroquias
desarrollar sus proyectos de construcciones, y gran parte de las ermitas y
parroquias del término se levantaron en estos años.
Dadas las limitaciones que
nos marca este trabajo, no podemos entrar en valorar cada uno de los cambios
que se produjeron en esta centuria del dieciocho, pero resalta el hecho de
que, a partir de sus años centrales, se consolidara definitivamente el
traslado del centre de gravedad socioeconómico desde la villa de Jorquera a
sus lugares (sobre todo hacia Mahora, Casas Ibáñez y Villamalea). La pequeña
nobleza y las familias acomodadas, residentes mayoritariamente en los
lugares de las planicies, que era dónde se encontraban las tierras más
feraces y productivas, intentaron en estos años hacerse con el control y el
gobierno de sus ayuntamientos. No cesaron de inventar miles de subterfugios
para intentar acrecentar sus cotas de influencia a costa de arrebatar
parcelas de poder a los titulares del Señorío y a sus corregidores.
En una petición presentada
al Marques por un grupo de familias, de entre cuyos miembros solían elegirse
alcaldes ordinarios para el termino, en la que solicitaban del noble que
liberara a los representantes de dicha dignidad de su obligación de residir
en Jorquera durante su mandato, puede leerse la siguiente exposición en la
que se destaca la perdida de importancia de la villa en favor de sus
lugares:
“...debe
hacerse un repartimiento y distribución de los oficios —cargos de
ayuntamiento— y residencia de los capitulares... pués la vecindad
particular de esa villa será una décima parte de la que tiene todo su Estado
repartida en otros catorze lugares, algunos de ellos de 500 vecinos, más
numerosos que la capital, como Mahora, Villamalea y Casas Ibáñez, distantes
de ella tres y quatro leguas, dónde están las labores de más cuerpo y
sustancia, las biñas y maior número de ganados que rinden los más
principales frutos... y donde prezisamente se ofrezen casos que nezesitan de
la jurisdicción ordinaria...”.

Al no conseguir los
resultados que perseguían de la justicia de sus señores, en lo sucesivo,
estos pueblos elevaron sus ruegos a la decisión real. Durante el último
cuarto de siglo, fueron constantes las peticiones de los lugares del Estado,
solicitando que les fuera concedido el privilegio de poder poner alcaldes
ordinarios en sus municipios pensando que, definitivamente, así se liberaría
de su subordinación al gobierno de la villa. Sin embargo, solo consiguieron
de la real justicia la ampliación de las atribuciones de los alcaldes
pedaneos, sobre todo en lo concerniente al control de precios y calidades en
sus mercados, y en la facultad de condenar con algunos días más de cárcel a
los delincuentes. Las ansias de independencia y la tensión contra el
gobierno de la metrópoli fueron creciendo. En el fondo de esta rebeldía se
encontraba el ferviente deseo de estos pueblos por eximirse de las ataduras
nobiliarias, cosa que no conseguirían hasta la entrada del nuevo siglo, y
con el, un nuevo y decisivo talante desamortizador.
Durante los primeros años
del siglo XIX, la insubordinación del vecindario fue creciendo en
intensidad, y los labradores rehuían pagar abiertamente ya a la casa
nobiliaria los derechos fiscales que tenia sobre el Señorío. Un
acontecimiento inesperado va a ser la excusa que va a permitir a las
familias acaudaladas del término cambiar de estrategia para negarse a seguir
sujetos a la autoridad nobiliaria: el hecho de que el Marqués de Villena,
fuese tenido por afrancesado y declarado reo de alta traición por la Junta
Central, va a modificar total mente los planteamientos.
El vacio de poder que se
produjo en la Nación durante los días que siguieron a la invasión
napoleónica, favoreció la oportunidad para la rebelión. Ante la convocatoria
del corregidor para que los representantes de las municipalidades de la
jurisdicción acudieran a organizar las juntas de defensa del territorio (se
esperaba el paso inminente del Mariscal Moncey por los puentes del Júcar,
camino de Valencia), la mayoría de ellos rehusaron acudir a la llamada, pues
recelaban que usaría su autoridad para intentar torcer sus voluntades hasta
secundar las inclinaciones pro napoleónicas del Marques, forzándolos a
abdicar en sus fidelidades por la causa legitima de la Monarquía española.
La desobediencia y el desconcierto cruzaron por todo el término. En algunos
casos, como en Mahora y en la misma villa, la situación fue tan dramática
que faltó poco para que el descontento desembocara en una autentica revuelta
popular.
La obra legislativa de las
Cortes de Cádiz acabó con el primer privilegio de la nobleza al quitarle la
facultad de nombrar alcaldes dentro de los límites territoriales de sus
mayorazgos. El decreto gaditano de 7-10-1812, que autorizó a los pueblos de
señorío que habían sido pedáneos a nombrarse alcaldes ordinarios con
jurisdicción civil y criminal, permitió que la mayoría de los pueblos del
Estado de Jorquera (Mahora, Casas Ibáñez, Fuentealbilla, Alborea, etc.)
consiguieran su ansiada autonomía municipal, solamente interrumpida
parcialmente durante los periodos absolutistas fernandinos, en los que se
produjeron frecuentes intromisiones de los corregidores de la villa.
Jorquera, en esta nueva escisión de su territorio, solamente pudo conservar
algunas aldeas y barrios, situados en su mayor parte “en la otra parte
del río” (Casas de Juan Núñez, Campoalbillo, Serradiel, Casas de
Valiente, Recueja, Cubas, Bormate, Alcozarejos, Puente Torres y Mariminguez).
A la muerte de Fernando VII,
las sucesivas reformas que emanaron de los gobiernos de la Regencia
produjeron un cambio sustancial en la comarca. Tras la nueva distribución
territorial y administrativa resultante del decreto de Javier de Burgos
(30-11-1833), se hizo una reestructuración de las demarcaciones judiciales.
La Orden de 31 de enero de 1834, creaba la Audiencia de Albacete como
resultado de suprimir una sala de lo civil y otra de lo criminal en la de
Granada.
Con el fin de acercar la
justicia a los pueblos, el decreto de Don Nicolás Maria Garelly (21 de abril
de 1834), ministro de Gracia y Justicia, subdividía a las provincias en
partidos judiciales. Al frente de cada distrito se nombró a un juez de
primera instancia, funcionarios públicos que acumularon la mayor parte de
las funciones que antes ejercieron los corregidores y los alcaldes
ordinarios. Como regente de la Audiencia de Albacete vino Don Pedro Simó,
oidor decano de la de Sevilla, quien, inmediatamente, se puso al frente de
las diligencias previas encaminadas a configurar nuestra provincia en sus
distritos judiciales. Después de minuciosas consultas, en la zona
nororiental albacetense se destacaron tres poblaciones como favoritas para
sede del juzgado: Casas Ibáñez, Jorquera y Casas de Ves.
Reconocían
a Jorquera como cabecera de partido los pueblos de Las Navas, Abengibre,
Alborea, Golosalvo, Pozo Lorente y Villatoya. En favor de Casas Ibáñez
hablaban Fuentealbilla, Carcelen, Alcalá del Júcar, Casas de Ves y El
Herrumblar. Mahora y Villamalea, dos de las poblaciónes más prosperas y
pobladas se mantuvieron neutrales. Sin embargo, el informe confidencial que
enviaba el oidor provincial al Ministerio de Gracia y Justicia, recomendaba
que la preferida fuese Casas de Ves, debido a que de esa forma se evitaba
“la escandalosa rivalidad existente entre Casas Ibáñez y Jorquera”. No
sabemos las razones que inclinaron la decisión final en favor de Casas
Ibáñez, aunque sospechamos que, en tal decisión, no estaría ajeno el
respaldo del ilustre ibañés Don Bonifacio Sotos Ochando, por entonces
residente en Francia y muy influyente en la Corte vecina. Independientemente
de esta sospecha, que solo añade un valor puramente anecdótico, nos parece
correcto pensar que, finalmente, primó en su favor, su mayor centralidad y
una mejor disposición de la llanura para las comunicaciones. Sea como fuere,
Casas Ibáñez, uno de los pueblos que con más empeño había luchado por
conseguir su independencia municipal, lograría no solamente verse libre de
su centenaria subordinación, sino, también, heredera de la capitalidad de la
comarca, que desde siempre había residido en Jorquera.
Pocos años después (1840),
la villa de Jorquera al contestar a un interrogatorio del Gobierno de la
Nación encaminado a realizar un nuevo proyecto de división territorial, se
expresaba en los siguientes términos:
“5ª.- Hasta el año de 1834 ha sido esta villa cabeza departido judicial y
el mismo se trasladó a Casas Ibáñez, sin que desde entonces haya habido
alteración alguna...”.
Esta situación se vio
interrumpida durante el corto período de la I República (decreto 15-10-1873)
que por la influencia de Don Eduardo Sánchez Villora, diputado del distrito
a las Constituyentes, Jorquera volvió a ser cabecera del partido judicial, a
la que tuvo que renunciar definitivamente al producirse la Restauración
borbónica.
Esta villa, que había
jugado un destacado papel en la historia medieval, que había sido la fuente
en que se nutrieron la mayoría de las poblaciónes de su entorno, en la
primera mitad del siglo XIX, asistirá impotente a la desmembración de su
territorio y verá reducidos sus límites a la décima parte de la superficie
que había tenido cuando era la matriz de su dilatado Estado. Las pocas
poblaciónes que pudo conservar fueron emancipándose de ella durante los años
finales del siglo XIX y primeros del XX.
Constreñida sobre sus
diezmados límites, asomada sobre el Júcar, sólo los lienzos de sus murallas
almohades nos hablan hoy de su pasado esplendor.
NOTAS
ANALES TOLEDANOS I (España Sagrada, XXIII, 400).
Para mas detalle es imprescindible consultar a PRETEL MARIN, Aurelio.
“Las tierras albacetenses en la política castellana de mediados del
siglo XV (1448-1453)”. Revista ANALES. U.N.E.D., Albacete, N.° 5, 1983.
c.f. VIÑAS y MEY, Carmelo. El problema de la tieera en la España de los
siglos XVI y XVII. Madrid. Consejo Superior de Investigaciones
Científicas.
Las dehesas de propios eran tierras generalmente acotadas para pastos,
por las que los municipios solían cobrar determinadas rentas al
vecindario por los beneficios que de ellas obtenía.
c.f. Archivo Municipal de Villamalea. Documento que lleva por titulo
“Pleito entre los vecinos de Villamalea y el Marques de Villena”. Libro
sin clasificar.
Relaciones topográficas de Felipe II, Alcalá del Júcar (Albacete).
Biblioteca del Real Monasterio de El Escorial. V, 666-673.
Jorquera. Libro capitular de acuerdos y elecciones de Jorquera. Años
1608-1619, acta de 13 de mayo de 1618, A.H.P. Municipios. Libro 262.
Jorquera. Relaciones de Jorquera con los Marqueses de Villena. Años
1630-1662. A. H. P. Albacete. Municipios, caja 657.
Jorquera. Documento que va encabezado como “Recurso contra la ley que
obliga a los oficios de ayuntamiento a permanecer con casa poblada en
Jorquera”, 12 de enero de 1762. A.H.P. Albacete. Municipios. Legajo 18.
“Incidentes sobre la creación de la provincia de Albacete, años
1828-1834”. A.H.P. Albacete. Sin clasificar.
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